jueves, 29 de noviembre de 2012

Persia rumbo a Damasco



Había un gran jardín en la ciudad, lleno de pájaros,  monos, fuentes y muchos animales extraños. El cólera había cedido ya y la ciudad revivía de nuevo con el ruido, los bazares y las caravanas, música, tiendas, risas y campanas, y los templos estaban abarrotados de todos cuantos agradecían a los dioses que la peste hubiera desaparecido. Incluso los que lloraban a sus muertos sentían el despertar del año, pues los almendros florecían ya y los mirtos y sicomoros se cubrían de hojas nuevas. Los olivos brillaban como plata, y los árboles frutales parecían nubes de nieve rosa y blanca, destacándose contra un cielo que semejaba ser de ópalo. Incluso los gruñones camellos se movían más aprisa y los caballos hacían cabriolas. 

En el centro de aquel enorme jardín, se encontraba un banco de mármol tallado a mano desde donde se observaban los colores en constante cambio de las fuentes que lanzaban sus brazos transparentes al sol. Eunucos armados y sirvientas prolijas aguardaban cautelosos en la espera de los poderosos sultanes y sus bellas hetairas.
Una enorme caravana se alzaba en pos de la ciudad y viajaba al paso del viento a través de senderos caudalosos que afloraban alrededor de la ciudad de Persia. Poco a poco se fue alejando de ése suntuoso lugar y ascendía lenta y pesadamente hacia la gran meseta superior entre los valles de Tigris y el Indo, que formaban una llanura inmensa rodeada de montañas, alimentada por los ríos Tigris y Éufrates y dividida en parte por un desierto. El aire de la meseta era frío y las montañas estaban coronadas ya por las primeras nieves. Aquí, en este ambiente salvaje, vivían leones y tigres, linces, lobos, hienas, chacales, jabalíes, puerco-espines, tejones, liebres, garduñas y comadrejas y sus gritos se oían en coros chillones durante toda la noche en los bosques o en la llanura. El día se poblaba con los penetrantes cantos de los pájaros, que abundaban en gran variedad. A veces se encontraban allí gatos persas extraños y hermosos que, domesticados, constituían el orgullo de las damas en las ciudades, pues les encantaba acariciarlos, peinarlos y susurrar palabras dulces ante aquellos ojos azules y misteriosos. Los ríos rebosaban de salmones, esturiones, arenques, percas y bremas, especialmente en los estuarios. 

La caravana llegó finalmente a la antigua ciudad de Damasco justo antes del crepúsculo. Parecía como si la ciudad amurallada se acercara a la caravana y no al contrario. Sus muros eran dorados y brillaban a la luz del sol poniente y, por encima de ellos, se distinguían relucientes torrecillas, torres altas y esbeltas y cúpulas iluminadas contra un cielo color heliotropo. A la entrada de la ciudad se encontraba el “Mercado del Desierto”, famoso por su vino de Hebrón, sus telas delicadas, frutos secos, dátiles, sedas exquisitas como telas de araña de muchos colores, almohadones con flecos de oro y plata, obras de trabajo complicado en cuero, filigranas de oro y plata, esmaltes, maderas incrustadas, sus maravillosos brocados, sus armas inigualables de acero damasquino, sus obras de arte en cobre y bronce, y la famosa calle cubierta llamada Recta, donde vivían los ricos mercaderes y florecían las tiendas y bancos, mercadillos, fuentes y posadas.
Una ciudad de maravillas, opulencia y riqueza, conocida por su comercio y su poder. Más antigua que el recuerdo del hombre, Damasco había sido asaltada muchas veces por el enemigo: Egipcios, Israelitas, Asirios, y otros; pero sobrevivía y pronto se la llamó “inmortal”.
Era una ciudad fogosa y llena de vida, una joya del desierto, calurosa, polvorienta, con calles estrechas y puertas en arco, decorada con colores chillones, a la vez perfumada y maloliente, con el suelo de piedras pulido por incontables sandalias y botas, rebosante de hombres y camellos; una ciudad que nunca dormía, iluminada siempre por las antorchas de noche y bajo una luz cegadora a mediodía, inquieta, ambiciosa, sofisticada, cínica y presumiendo de los mejores artistas y artesanos del mundo en notable profusión. Sobre ello dominaba el aroma de las especias calientes, de las piedras ardientes, del estiércol y la orina de hombres y bestias; había en ella palacios de un esplendor oriental como no se veían en ningún lugar del mundo y callejuelas ruidosas y nauseabundas, y mendigos, ladrones, poetas y dioses que contaban con sus adoradores en un ambiente de tolerancia extraordinaria. Era una ciudad desconcertante, aunque no tuviera la grandeza de otras, excitante y excitable, vacilando siempre bajo el polvo amarillo que corría sobre ella, incandescente al sol en ocasiones como lenguas de muchas naciones y razas, y todos se apresuraban a pasar del calor, adelantando el rostro como si desearan correr más que caminar. Había mujeres por todas partes cubiertas con velo, en los puestos donde vendían flores y golosinas, platos de carne y arroz, y vino, telas, verduras y frutas, queso y adornos, y sus gritos y peleas agudas eran más chillones que las quejas de los camellos, caballos y mulas que siempre se tropezaban en las calles cuando las caravanas entraban y salían. En casi todas sus calles había una posada, pobre o lujosa, para viajeros y mercaderes. Se veían rostros de todos los matices, del más puro blanco al negro más brillante del etíope o nubio.

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