Había un gran jardín en la
ciudad, lleno de pájaros, monos, fuentes
y muchos animales extraños. El cólera había cedido ya y la ciudad revivía de
nuevo con el ruido, los bazares y las caravanas, música, tiendas, risas y
campanas, y los templos estaban abarrotados de todos cuantos agradecían a los
dioses que la peste hubiera desaparecido. Incluso los que lloraban a sus
muertos sentían el despertar del año, pues los almendros florecían ya y los
mirtos y sicomoros se cubrían de hojas nuevas. Los olivos brillaban como plata,
y los árboles frutales parecían nubes de nieve rosa y blanca, destacándose
contra un cielo que semejaba ser de ópalo. Incluso los gruñones camellos se
movían más aprisa y los caballos hacían cabriolas.
En el centro de aquel enorme
jardín, se encontraba un banco de mármol tallado a mano desde donde se
observaban los colores en constante cambio de las fuentes que lanzaban sus
brazos transparentes al sol. Eunucos armados y sirvientas prolijas aguardaban
cautelosos en la espera de los poderosos sultanes y sus bellas hetairas.
Una enorme caravana se alzaba
en pos de la ciudad y viajaba al paso del viento a través de senderos caudalosos que afloraban
alrededor de la ciudad de Persia. Poco a poco se fue alejando de ése suntuoso
lugar y ascendía lenta y pesadamente hacia la gran meseta superior entre los
valles de Tigris y
el Indo, que formaban una llanura inmensa rodeada de montañas, alimentada por
los ríos Tigris y
Éufrates y dividida en parte por un desierto. El aire de la meseta era frío y
las montañas estaban coronadas ya por las primeras nieves. Aquí, en este
ambiente salvaje, vivían leones y tigres, linces, lobos, hienas, chacales,
jabalíes, puerco-espines, tejones, liebres, garduñas y comadrejas y sus gritos
se oían en coros chillones durante toda la noche en los bosques o en la
llanura. El día se poblaba con los penetrantes cantos de los pájaros, que
abundaban en gran variedad. A veces se encontraban allí gatos persas extraños y
hermosos que, domesticados, constituían el orgullo de las damas en las
ciudades, pues les encantaba acariciarlos, peinarlos y susurrar palabras dulces
ante aquellos ojos azules y misteriosos. Los ríos rebosaban de salmones,
esturiones, arenques, percas y bremas, especialmente en los estuarios.
La caravana llegó finalmente a
la antigua ciudad de Damasco justo antes del crepúsculo. Parecía como si la
ciudad amurallada se acercara a la caravana y no al contrario. Sus muros eran
dorados y brillaban a la luz del sol poniente y, por encima de ellos, se
distinguían relucientes torrecillas, torres altas y esbeltas y cúpulas
iluminadas contra un cielo color heliotropo. A la entrada de la ciudad se
encontraba el “Mercado del Desierto”, famoso por su vino de Hebrón, sus telas
delicadas, frutos secos, dátiles, sedas exquisitas como telas de araña de
muchos colores, almohadones con flecos de oro y plata, obras de trabajo
complicado en cuero, filigranas de oro y plata, esmaltes, maderas incrustadas, sus
maravillosos brocados, sus armas inigualables de acero damasquino, sus obras de arte en cobre y
bronce, y la famosa calle cubierta llamada Recta, donde vivían los ricos
mercaderes y florecían las tiendas y bancos, mercadillos, fuentes y posadas.
Una ciudad de maravillas,
opulencia y riqueza, conocida por su comercio y su poder. Más antigua que el
recuerdo del hombre, Damasco había sido asaltada muchas veces por el enemigo:
Egipcios, Israelitas, Asirios,
y otros; pero sobrevivía y pronto se la llamó “inmortal”.
Era una ciudad fogosa y llena de vida, una joya del desierto,
calurosa, polvorienta, con calles estrechas y puertas en arco, decorada con
colores chillones, a la vez perfumada y maloliente, con el suelo de piedras
pulido por incontables sandalias y botas, rebosante de hombres y camellos; una
ciudad que nunca dormía, iluminada siempre por las antorchas de noche y bajo
una luz cegadora a mediodía, inquieta, ambiciosa, sofisticada, cínica y presumiendo de los mejores
artistas y artesanos del mundo en notable profusión. Sobre ello dominaba el aroma de las
especias calientes, de las piedras ardientes, del estiércol y la orina de
hombres y bestias; había en ella palacios de un esplendor oriental como no se
veían en ningún lugar del mundo y callejuelas ruidosas y nauseabundas, y
mendigos, ladrones, poetas y dioses que contaban con sus adoradores en un
ambiente de tolerancia extraordinaria. Era una ciudad desconcertante, aunque no
tuviera la grandeza de otras, excitante y excitable, vacilando siempre bajo el
polvo amarillo que corría sobre ella, incandescente al sol en ocasiones como
lenguas de muchas naciones y razas, y todos se apresuraban a pasar del calor,
adelantando el rostro como si desearan correr más que caminar. Había mujeres
por todas partes cubiertas con velo, en los puestos donde vendían flores y
golosinas, platos de carne y arroz, y vino, telas, verduras y frutas, queso y
adornos, y sus gritos y peleas agudas eran más chillones que las quejas de los
camellos, caballos y mulas que siempre se tropezaban en las calles cuando las
caravanas entraban y salían. En casi todas sus calles había una posada, pobre o
lujosa, para viajeros y mercaderes. Se veían rostros de todos los matices, del
más puro blanco al negro más brillante del etíope o nubio.
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